La luz del sol era de un blanco cegador, “blanco nuclear” le vino a la cabeza. Sin ganas y sin fuerzas, sonrió por la estúpida expresión heredada de un anuncio de detergente o algo así. Sacó el móvil. Consultó la lista de llamadas. Casa. Observó durante mas de un minuto, esa palabra que escondía tras de sí un número de teléfono, pues probablemente ya sería lo único que quedaba. Casa. ¿Dónde estaba ahora? El dedo acariciaba el botón de llamada, sin atreverse a pulsar. Se llevó el auricular al oído. Silencio. El dedo inquieto y asustado se decidió a pulsar al fin. Esperó. ¿Tono? No. Silencio. Colgó y volvió a probar. Se movió, salió a la calle, la cobertura estaba al máximo. El móvil de su madre, de su hermano, el fijo de casa, el de la oficina de su padre. Silencio. El siguiente nombre en la lista. Silvia. Llamó, temeroso de mas silencio, pero no. Tono. Silvia contestó en la lejanía, su voz alterada, asustada, emocionada, comprensible apenas. Su familia también se había evaporado, cabía la posibilidad de que sus padres estuvieran en el pueblo, pero no sabía nada de ellos. Entre ruidos, lloros y lamentos le explicó que el caos se había desatado en el norte, el ejército había tomado las calles, la gente había explotado en una orgía de desesperación, pillaje, vandalismo, locura, ruegos y voces. Estaban evacuando, no se sabía a quien, no se sabía a donde, no se sabía hasta cuando. Allí las noticias eran claras. Una bomba nuclear había estallado en la ciudad, en la capital, un enorme hongo que se había tragado el cielo y la tierra en kilómetros a la redonda. La ciudad había sido completamente destruida, y con ella y sus gentes, las importantes autoridades políticas, militares y sociales, cuya ausencia en lugar de unir a las gentes por fin, había contribuido aún mas a la anarquía en su peor sentido. Y eso en el norte, a saber como estaría el resto del país, el resto del mundo tal vez. Muertos en las calles, victimas de una explosión de furia y descontrol, de egoísmo y supervivencia. La comunicación se cortó varias veces. Gabi rellamaba rápidamente. Antes del último corte Silvia le explicó que intentaría huir a un pueblo del interior junto con unos compañeros de trabajo y sus familias, una aldea cerca de las montañas. Repitió su nombre cuatro veces pero Gabi no lo entendió. La comunicación se interrumpió y no se pudo recuperar.
Sentado en el escalón de la puerta pasó el día contemplando la fachada de enfrente. Nadie pasó en horas por aquella calle. A eso de las seis y media una figura tambaleante apareció tras una esquina. Parecía mirarle. Levantó un brazo y se derrumbó. Desconfiado, Gabi se acercó a tientas. Creyó reconocer aquella cara, un cincuentón calvo con unas gafas de pasta rotas y ensangrentadas. Tenía un cuchillo de cocina clavado en el estómago.
Continuará...
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