miércoles, 10 de marzo de 2010

Mas Allá del Final (V)

Casi cada diez minutos Gabi salía tímidamente a la calle y comprobaba si el cadáver seguía allí, tirado en la esquina. No era probable que resucitara, tampoco parecía probable que nadie fuera a buscarlo. Allí lo dejó. Nunca nadie volvió a por él. Retornando poco a poco a la cruda realidad, se dio cuenta de la necesidad de ir a comprar al súper, necesitaría víveres. ¿En serio la situación era tan dramática? Que se lo preguntaran si no al tipo de la esquina. Pensamiento catastrofista. Pero la catástrofe era una realidad, si no allí mismo, si en la ciudad, si en su propio corazón. Silvia le había hablado de los saqueos en el norte, ¿sería así en todas partes? ¿Allí en la costa también? Los jubilados alzándose por encima de su quietud y pisando a los demás, a cualquiera que pretendiera quedarse lo suyo. ¿Era posible? Uno de ellos había muerto desangrado a cien metros de su casa. Si, era posible. Fue al garaje y buscó entre las herramientas. Encontró un cinturón de trabajo que su padre había comprado hace años en un centro comercial. Solo lo usó una vez y le resultaba tan incómodo que acabo quitándoselo y cogiendo las herramientas de la mesa. Se lo puso, no parecía tan molesto. Cogió un destornillador, un punzón, un minitaladro a pilas y un pequeño hacha de mano. ¿Acaso se iba a la guerra? A la ebanistería mas bien. Cambió las chanclas por las zapatillas de deporte y un pantalón largo. Salió a la calle pertrechado de esta guisa. Cerró la puerta con llave, las dos cerraduras y se encaminó al súper.

La calle estaba jalonada en esta zona por altos edificios de apartamentos con las ventanas cerradas y las persianas bajadas en su mayoría. Seguía siendo un pueblo fantasma. Una pareja llegó corriendo desde el fondo. Gabi agarró lo primero que pudo y desenfundó el minitaladro. La pareja le miró asustada. Él sangraba abundantemente por la cabeza y ella trataba de tapar la hemorragia con clinex. Se alejaron. En ese momento comprobó que el minitaladro no funcionaba, probablemente estaría sin pilas, y además tampoco tenía broca. Si le hubieran atacado podría haber probado a lanzárselo a la cabeza, con un poco de suerte le hubiera abierto otra brecha al hombre. Pero no fue necesario. Lo guardó y blandió el destornillador en su lugar. 

Al llegar ante el supermercado el panorama era desolador. El edificio presidía una plaza que parecía un campo de batalla. Contenedores volcados, coches destrozados y cuerpos tirados. Allí podía haber diez o doce personas muertas. El destornillador le tembló. Las cristaleras del local estaban completamente rotas, el interior saqueado. Avanzó lentamente por entre los restos de la furia. Una señora mayor yacía con el cráneo abierto, pero mas que eso, lo que le hizo sentirse incómodo fue el hecho de que estaba desnuda. Es difícil asumir la desnudez de una persona respetable de ¿cuánto? ¿ochenta años? No era cómodo de ver. Desde luego, la masa encefálica rebosando por el asfalto tampoco ayudaba. A otro le faltaba una mano que parecía haber sido arrancada a mordiscos, pues los jirones de piel y músculo le caían como tentáculos desde el brazo, desde luego no había sido un corte limpio. Se sorprendió a si mismo cuando cayó en la cuenta de la entereza que mostraba al contemplar esas imágenes. Entró en el súper. Completamente desvalijado. Allí también había cuerpos. Parecían haber sido pisoteados por la multitud. Revisó durante media hora cada rincón del local, al final encontró una lata de maíz bajo un mostrador. Había zonas en las que el suelo estaba cubierto de pulpa de fruta machacada, aquello era incomible, pero parecía que alguien se había llevado una cantidad en un recipiente. Siguió con su exploración. Al entrar en uno de los cuartos del personal encontró allí a una de las cajeras, atada a un radiador, con la cara destrozada y con signos evidentes de haber sido violada, como la sangre seca en torno a su vagina. Vomitó lo poco que le quedaba en el estómago y cayó de rodillas. La entereza se había desvanecido. Por un instante Silvia pasó por su cabeza. Se levantó, con sus pantalones humedecidos por un extraño líquido gelatinoso, lo que fuera que cubriera el suelo, pulpa, aceite, gasolina, sangre, todo ello a un tiempo. Se acercó a ella, la cubrió con unos trapos. En la rasgada blusa todavía tenía su chapa identificativa. Le atiende: Luisa. Al subir la mirada atisbó los ojos pálidos abiertos que miraban al infinito en varias direcciones. Acercó la mano trémula y se los cerró. Camino al exterior escuchó como un coche se detenía ante la entrada. Se ocultó tras una estantería. Pudo ver como tres hombres bajaban del vehículo. Llevaban bates de béisbol, cuchillos y hasta una pistola. Recorrieron la plaza con la mirada y se encaminaron al interior.

Continuará...

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