miércoles, 3 de marzo de 2010

Mas Allá del Final (IV)

Por la mañana la cabeza le dolía. Toda la noche había sido una eterna búsqueda de respuestas sin sentido, de motivos sin razón. Las piernas entumecidas, los ojos humedecidos. Se levantó y se obligó a arrastrarse hasta el cuarto de baño. Allí, una vez mas, el tiempo se mostraba inalterable. Parece que las tuberías ya no rugían. Se miró al espejo y vio los enrojecidos ojos que le observaban desde un mas allá inescrutable. Esos ojos no eran los suyos, pertenecían al pasado, allí se habían quedado, detenidos en un instante indeterminado. Solo quedaba la fría e invariable herramienta óptica que transmitía las imágenes al cerebro. La imagen era la de un rostro descompuesto, blanco, envejecido prematuramente, diez años en unas pocas horas, quizá en un minuto, quizá en un segundo. Y por encima una nube que seguía flotando con recuerdos, algunos buenos, otros no tanto, con esperanzas, unas concretas y pragmáticas, otras fantasiosas e irreales, con sueños, todos ellos destruidos. Personas que había recontado durante toda la noche, todas las personas que recordaba, las que había conocido, las que había visto. Se acordó de Javito. Iban juntos al colegio. Un día de Mayo Gabi llegó del recreo con un punzante dolor de estómago, había vomitado, pero el dolor persistía. El profesor le dijo que se sentara, llamaría a sus padres para que vinieran a buscarlo. Javito estaba al lado. Gabi se retorcía de dolor y casi lloraba. Javito, cabrón insensible, se acercó al oído y le dijo “Ojalá te mueras”. El dolor aumentó. A los veinte minutos su padre apareció y se lo llevó. El profesor continuó su clase de matemáticas ante sus alumnos de siete años. No se había vuelto a acordar de Javito desde entonces. Durante un instante se alegró de su muerte, vaporizado por el fuego. Luego, durante un instante mas largo, pensó que podía haber sobrevivido, un herido con quemaduras horribles agonizando de dolor durante horas, eso le reconfortó.

La luz del sol era de un blanco cegador, “blanco nuclear” le vino a la cabeza. Sin ganas y sin fuerzas, sonrió por la estúpida expresión heredada de un anuncio de detergente o algo así. Sacó el móvil. Consultó la lista de llamadas. Casa. Observó durante mas de un minuto, esa palabra que escondía tras de sí un número de teléfono, pues probablemente ya sería lo único que quedaba. Casa. ¿Dónde estaba ahora? El dedo acariciaba el botón de llamada, sin atreverse a pulsar. Se llevó el auricular al oído. Silencio. El dedo inquieto y asustado se decidió a pulsar al fin. Esperó. ¿Tono? No. Silencio. Colgó y volvió a probar. Se movió, salió a la calle, la cobertura estaba al máximo. El móvil de su madre, de su hermano, el fijo de casa, el de la oficina de su padre. Silencio. El siguiente nombre en la lista. Silvia. Llamó, temeroso de mas silencio, pero no. Tono. Silvia contestó en la lejanía, su voz alterada, asustada, emocionada, comprensible apenas. Su familia también se había evaporado, cabía la posibilidad de que sus padres estuvieran en el pueblo, pero no sabía nada de ellos. Entre ruidos, lloros y lamentos le explicó que el caos se había desatado en el norte, el ejército había tomado las calles, la gente había explotado en una orgía de desesperación, pillaje, vandalismo, locura, ruegos y voces. Estaban evacuando, no se sabía a quien, no se sabía a donde, no se sabía hasta cuando. Allí las noticias eran claras. Una bomba nuclear había estallado en la ciudad, en la capital, un enorme hongo que se había tragado el cielo y la tierra en kilómetros a la redonda. La ciudad había sido completamente destruida, y con ella y sus gentes, las importantes autoridades políticas, militares y sociales, cuya ausencia en lugar de unir a las gentes por fin, había contribuido aún mas a la anarquía en su peor sentido. Y eso en el norte, a saber como estaría el resto del país, el resto del mundo tal vez. Muertos en las calles, victimas de una explosión de furia y descontrol, de egoísmo y supervivencia. La comunicación se cortó varias veces. Gabi rellamaba rápidamente. Antes del último corte Silvia le explicó que intentaría huir a un pueblo del interior junto con unos compañeros de trabajo y sus familias, una aldea cerca de las montañas. Repitió su nombre cuatro veces pero Gabi no lo entendió. La comunicación se interrumpió y no se pudo recuperar.

Sentado en el escalón de la puerta pasó el día contemplando la fachada de enfrente. Nadie pasó en horas por aquella calle. A eso de las seis y media una figura tambaleante apareció tras una esquina. Parecía mirarle. Levantó un brazo y se derrumbó. Desconfiado, Gabi se acercó a tientas. Creyó reconocer aquella cara, un cincuentón calvo con unas gafas de pasta rotas y ensangrentadas. Tenía un cuchillo de cocina clavado en el estómago.

Continuará...

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