domingo, 21 de marzo de 2010

Mas Allá del Final (VI)

Agazapado bajo una estantería, cubierto con cajas de cartón y alguna balda metálica, en cuclillas, conteniendo sus movimientos y su respiración para que no hicieran el mas mínimo ruido, Gabi no lograba oír nada salvo pasos lejanos que se movían, paraban, arrastraban y continuaban moviéndose. Se hizo el silencio. A través de una rendija pudo ver como los tres individuos, uno moreno, otro bastante alto y el tercero mas bajo en comparación, se reunían en torno al coche, fuera en la plaza. Uno de ellos abrió el maletero y sacaron a una persona. El hombre tenía la ropa hecha jirones y había sido golpeado. Empujándole, arrastrándole, volvieron al supermercado. El hombre quedó tendido en el suelo, mientras los otros tres se congregaban alrededor. Puntapiés e insultos, golpes y reproches. Esos eran los artículos de oferta que se vendían en ese momento en el establecimiento. Todo parecía estar motivado por cuestiones políticas, aquel había dicho tal, escrito cierta carta, opinado en determinado aspecto. Grandes pecados cuya penitencia se había de pagar. Así, el grande le sujetó, el moreno le dio su bendición y el mas pequeño, con un cuchillo, los ojos le sacó. El hombre agonizaba gritando, con las manos tapando su cara, revolviéndose en el suelo. A la voz de hazle callar, el grande le golpeó con el bate en la cabeza y el hombre se desplomó. El moreno sacó la pistola y le descerrajó un tiro de gracia. Una vez satisfechos con su compra, salieron del local, subieron a su coche y se marcharon de allí.  

Amanecía cuando Gabi seguía allí, temblando, sentado, aferrado a sus rodillas. Había contemplado esa escena, pero sobre todo había contemplado, no ya la muerte en directo, el asesinato en directo, la crueldad en directo, la brutalidad en directo, la humanidad en directo. Por si no era suficiente con la orgía de cuerpos ya en descomposición que le habían impresionado, hasta cierto punto, ahora había tenido la oportunidad de contemplar el fin en directo. Desde que comenzó la pesadilla todo había sido un escaparate de consecuencias terribles propiciadas por confusos motivos. Ahora, al despertar, la realidad  ¿qué realidad? le explotaba en la cara. ¿No era la bomba la realidad? ¿No era su ciudad volatilizada de los mapas y del mundo la autentica realidad? No, eso solo era la tele. ¿Y el tío del cuchillo en la barriga? ¿A qué realidad pertenecía? Todo empezaba a resultar demasiado confuso, demasiado abstracto. El hecho, único e incontestable era ese cadáver sin ojos ahí tirado, pero el verdadero hecho era el porque estaba allí. Esa es la clave. Por fin un porque. Porque otros tres tipos que no compartían sus ideas habían decidido, amparándose en el caos general, saldar cuentas. Por fin un porque visible. ¿La situación empeoraba o mejoraba? Pasó la noche dándole vueltas a todo, una vez mas. Eso no podía ser sano. Al final solo quedó el miedo, todo daba igual, su ciudad, su familia, Silvia. No, Silvia no. ¿Pero ahora? Con la llegada de la luz se atrevió a salir de su escondrijo. Pasó junto al cadáver sin ojos, no se atrevió a mirarlo. Temeroso, se asomó a la calle. Puso un pie en la acera, vigilando en todas direcciones, escrutando el aire en busca de cualquier sonido, amenazante o no, que pudiera detectar. Solo el inquietante silencio a las siete de la mañana. Avanzó unos pasos, por entre los cadáveres. Hedor. Una chispa, breve, intensa y refulgente, atravesó su cerebro, un impulso nervioso de ignota procedencia. Rompió a correr, con un impulso, una fuerza y una velocidad desbocadas, sin ver, sin sentir, solo el resuello escapándosele. Atravesó la plaza, la calle de los altos edificios de apartamentos donde miles de ojos le señalaban, otra calle, otra, otra mas. Llegó al chalet. Buscó las llaves, las sacó, las cayó al suelo, las recogió, abrió y entró. Cerró con todas las cerraduras posibles, bloqueó la puerta con la cómoda de la entrada, cerró las cortinas y se desplomó. En el suelo, con arcadas y ganas de vomitar el vacío de su estomago. Se recuperó, todavía fatigado por el esfuerzo, subió al piso de arriba y se parapetó lo mejor que pudo en una de las habitaciones. Arrastró muebles, sillas, objetos contundentes. Acaparó todo la comida, poca, que pudo encontrar y toda el agua, suficiente, con los recipientes que pudo llenar. Y allí se quedó esperando quien sabe que, como un soldado en su trinchera, en el batallón mas mermado del ejército mas derrotado, esperando el ataque del poderoso enemigo que no tardaría en llegar. Así lo pensó durante un tiempo. Dándole vueltas a un montón de posibles y vacuos planes de combate. Ventaja estratégica. Él estaba bien posicionado, ¿pero con respecto a qué? Aquello era absurdo. Si una horda de… lo que fuera entraba en casa, poco tenía que hacer contra ellos. Ese último pensamiento le inquietó y se asustó, especialmente ante la perspectiva de pasar otra noche en vela, ya serían demasiadas. Entonces el móvil sonó.

Continuará...

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