miércoles, 24 de febrero de 2010

Mas allá del Final (III)

Una inmensa manta de arena inmutable. Un desierto con el mar de fondo. ¿Qué había pasado? El viento traía rumores de voces desde todos los sitios. Había gente, ¿pero donde? El mar estaba en calma, las olas, como una leve brisa, se arrastraban por la orilla y desaparecían absorbidas por la arena. Caminó a lo largo de la acera, acercándose a las tiendas de toallas y flotadores, cerradas. En una de las cafeterías de al lado pudo ver un grupo de gente. Mantenían silencio y la cabeza alzada, observando la televisión. La imagen era borrosa. Entró. Nadie se giró para mirarle, todos seguían absortos en el visionado de... ¿qué? Unas lejanas imágenes mostraban una gran humareda que se alzaba sobre un páramo, como un incendio recién extinguido del que todavía quedan rescoldos. Al acercarse un poco mas pudo entrever como algo revoloteaba alrededor de la columna de humo, pequeñas aves que parecen buscar algo… ¿o qué demonios es eso? No puede ser. Helicópteros. ¿Cuál es la dimensión del incendio? Entonces lo vio, un gran cráter del que manaba el humo y alrededor restos de construcciones, restos de edificios que se alzaban temblorosos en una inmensidad negra de cenizas. Toda la tierra era negra. Incrédulo ante aquel desastre no consiguió articular pensamiento alguno, estaba tan epatado ante el espectáculo que acaba de completar que no reparó en que la emisión había pasado a un estudio, donde un presentador hablaba ante la cámara. Pensaba en que clase de fenómeno habría provocado algo así, un rayo, meteorito, un pirómano. Entonces dos palabras le despertaron como si le hubieran golpeado con un martillo en la nariz. Una, el nombre de su ciudad, la otra, nuclear.

Abrió los ojos entre brumas, le dolía la cabeza. Desde esa fría posición horizontal captaba la presencia de piernas a su alrededor. Algunas se movían, la mayoría permanecían estáticas. La bruma se fue despejando y distinguió una cara, un cincuentón calvo con gafas de pasta le daba palmadas en las mejillas. Gabi se incorporó. El mundo flotaba a su alrededor, las palabras se perdían, preguntas y cuestiones que respondía con una mirada extraviada. Recuperó plenamente la conciencia, pero esta solo era una sombra de lo que fue. Los pensamientos se agolpaban en su cabeza de tal manera que no podía distinguirlos, solo fragmentos de sensaciones indescriptibles, que nunca antes había conocido, no al menos de aquella intensidad. Incredulidad, confusión, dolor, tristeza, ira, aislamiento, conformismo. Todos a la vez, todos de golpe, todos en una única sensación. Movió un pie, luego otro, de espaldas, mirando la televisión, una vez mas las mismas imágenes de desolación. La ciudad, su ciudad, hundida, aplastada en un cráter, evaporada en una inmensa nube de cenizas llevadas por el viento. Salió fuera, la brisa costera se había transformado en un aire caliente y cortante. Solo podía ver la columna negra que se alzaba al cielo. Cenizas de lo que antes era su casa, su familia, sus amigos, la oficina del trabajo. Lo que antes eran esas personas que discutían de fútbol y política en el metro, esos vecinos insoportables, esos niños adorables, el gato marrón de la calle de al lado, que siempre dormitaba sobre el capó de los coches recién aparcados. Había una señora que le alimentaba todos los días, compraba comida para gatos y la depositaba en un plato de plástico cerca de su puerta. El animal acudía allí confiado y sabedor de que nada malo podía ocurrirle. Un día, algunos de los chicos de un bloque de al lado habían intentado matarlo por diversión, le tiraron piedras y lo grabaron con el móvil, el felino escapó. Ellos también formaban parte ahora de la masa de cenizas que se esparcía sobre el suelo.

Caminó sin rumbo, sumergido en un estado de desconcierto tal que cuando se quiso dar cuenta ya era de noche. No pensó en volver a casa, pero allí estaba, frente al chalet. Dio un paso, atravesó el jardín y se plantó ante la puerta. Se quedó mirándola largo rato, observando los pequeños defectos de la madera, los pequeños arañazos y hendiduras que él, o alguno de sus hermanos, seguramente habían provocado al sacar las bicis. Las vetas de la madera, las ovaladas líneas que la recorrían. Tenía las llaves en la mano. ¿Las había sacado del bolsillo o las había llevado siempre ahí? Abrió. Dentro oscuridad. El olor a soledad, el último olor que todos exhalaremos algún día. Giró sobre si mismo, alguna parte de su cuerpo golpeó la puerta y esta se cerró. Permaneció allí de pie, la boca entreabierta. En un momento su cuerpo se había desplazado hasta el sillón y se había sentado. Lo asumió con resignación y allí se quedó toda la noche, observando la pared, la triste pared donde nunca a nadie se le había ocurrido poner algo, un mueble, un cuadro. Solo el blanco que la oscuridad ocultaba, mostrando unicamente un vacío enorme.

Continuará...

No hay comentarios:

Publicar un comentario